La Familia Revelación del Reino de Dios

I. El Reino de Dios

1. Introducción.

"Cambien de parecer porque el Reino de los Cielos se ha acercado". Con estas palabras el evangelio de San Mateo relata el inicio de la misión de Jesús (Mt 4:17). El tema general de esta misión es el Reino de los Cielos, también llamado el Reino de Dios. Jesús explica como es ese Reino, como se comporta el Rey, como se comportan los miembros de ese Reino, cómo se puede entrar al Reino de los Cielos.

Y ese anuncio es fuente de gran alegría porque el Reino de los Cielos ya está cerca, ya está al alcance, "se ha acercado", como dice San Mateo. Por éso, el Nuevo Testamento usa la palabra griega que significa "buena noticia" (euangélion) para nombrar este anuncio. De allí viene la palabra "evangelio" en Español. Esa buena noticia se recibe con gran alegría. El mensaje de Jesús, el anuncio del Reino de los Cielos, es una buena noticia que produce gozo.

Frecuentemente Jesús usa parábolas que ofrecen ejemplos que todos pueden recordar para ilustrar sus enseñanzas. El evangelio de San Mateo incluye una colección de parábolas en que Jesús explícitamente describe el Reino de Dios, pero las características del Reino y de sus miembros también aparecen en los otros evangelios.

2. Reflexión y Bases Bíblicas.

a) El Rey en el Reino de los Cielos.

¿Cómo es, pues, el Reino de Dios, según las enseñanzas de Cristo? Todo empieza con la acción del Rey: Dios es misericordioso como el padre del hijo pródigo (Lc 15:11-32). El padre anhela recobrar a su hijo y cuando lo ve venir de lejos, corre a su encuentro y, en vez de reprocharle su conducta, lo abraza y hace fiesta por él.

Dios no nos paga tampoco según nuestros méritos, sino más bien según la abundancia de su misericordia y de su generosidad, como el propietario en la parábola de los obreros de la viña (Mt 20:1-16). Los que llegaron a la última hora reciben el mismo salario que los que habían trabajado todo el día, a causa de la generosidad del propietario: "¿No tengo yo el derecho de hacer lo que quiera con lo que es mío? ¿O eres tu envidioso porque yo soy bueno?" (Mt 20:15)

b) Los ciudadanos del Reino de los Cielos.

Por otra parte, los ciudadanos del Reino se comportan como el Rey. Ellos son misericordiosos unos con otros, como el buen samaritano que socorre al herido desconocido que encuentra en su camino (Lc 10:30-37). Ellos se ponen al servicio de los demás como el buen siervo de la parábola que se ocupa de las necesidades de los otros siervos mientras espera a su patrón. A este siervo el evangelio lo proclama dichoso porque el patrón lo pondrá a cargo de todos sus bienes (Mt 24:43-47). Ellos son también diligentes y utilizan con gran empeño los talentos que han recibido para producir mucho fruto (Mt 25:14-30).

Los ciudadanos del Reino tienen una prioridad especial. Ellos tratan a los más necesitados como tratarían al Señor mismo, pues así es como el Señor acepta sus acciones, como Jesús lo explica en la parábola de las obejas y los cabros (el juicio final) (Mt 25:31-46): "En verdad les digo que lo que hicieron a uno de mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicieron.

c) La llegada del Reino de los Cielos.

¿Qué ha pasado, entonces? El Reino de los Cielos ya estaba cerca al tiempo de Jesús. Sin embargo, 2000 años más tarde todavía tenemos casi 1000 millones de personas sufriendo de hambre en el mundo y al rededor de 34 millones de niños padeciendo de malnutrición. Por otra parte, más de 40 conflictos armados destruyen vidas y bienes--del narcotráfico violento en México y Centroamérica a la guerra civil en Siria, a la continua violencia en Iraq y Afganistán, y a la guerra civil en Somalia, para mencionar algunos. Además, se estima que unos 35 millones de personas (adultos y niños) viven con el virus que causa el SIDA.

En nuestro mismo país, rico como es, cerca de 49 millones de personas no tienen suficientes alimentos, 45 millones viven bajo el nivel de pobreza y cerca de 15,000 personas son asesinadas cada año.

Parecería que la humanidad se encontrara aún muy lejos de la armonía y de la paz del Reino de Dios--del Reino de los Cielos--y que fuera víctima de su propio desorden y egoísmo. ¿Cómo es, pues, que el Reino de los Cielos esta cerca? Si el Reino de Dios ha estado a nuestro alcance desde hace 2000 años, ¿qué ha sucedido?

La parábola del trigo y la cizaña (Mt 13:24-30) nos revela que Dios permite el mal en su Reino en espera del tiempo de la cosecha, cuando Él separará la cizaña del trigo. Esta es una indicación del plan que Dios tiene de establecer su Reino en este mundo mientras todavía el mal y el pecado existen en la humanidad. Además, Jesús nos invita a dirigirnos al Padre pidiéndole que su Reino venga a nosotros y que su voluntad se realice aquí en la tierra como se cumple en el cielo (Mt 6:10). Su Reino empieza en este mundo, en nuestra realidad actual, en medio de las tragedias y de las injusticias.

Si vivimos ya en el Reino de Dios, nos toca a nosotros actuar como los auténticos miembros del Reino, siendo misericordiosos unos con otros y sirviéndonos unos a otros generosamente, "llevando las cargas los unos de los otros", como dice San Pablo en la Carta a los Gálatas (Gl 6:2).

d) La familia modelo del Reino de Dios.

¿Y qué mejor modelo podemos tener de la actitud y de la conducta de los hijos del Reino que la familia auténticamente cristiana? ¿No llevan los esposos recíprocamente las cargas, las penas, los esfuerzos del otro? ¿No están ellos dedicados al cuidado, al desarrollo y a la seguridad de sus hijos? ¿No tienen todos en la familia compasión por las debilidades, los defectos y los sufrimientos de los demás? ¿No se perdonan unos a otros? ¿No se quieren sin condiciones?

Si una familia vive según las exigencias del Reino de Dios, el Reino de Dios existe en esa familia, se realiza en esa familia; esa familia constituye el "trigo" de la parábola, aunque haya "cizaña" en la forma de sufrimientos, debilidades y aún pecados. Su presencia en el mundo es la presencia del Reino de Dios y el Señor mismo se ocupará de cuidarla, de corregirla, de nutrirla, de hacerla crecer y de hacerla partícipe del gozo de la buena nueva de la salvación.

Así pues, la familia cristiana y las familias que, aún no conociendo el gozo del evangelio, viven según las exigencias del Reino, anuncian al mundo la buena nueva de la salvación y constituyen una revelación de la presencia del Reino de Dios entre nosotros.

Muchos individuos y grupos en sus actividades y labores también revelan la presencia del Reino de Dios, algunos aún en forma heroica, pero la familia, con su presencia a todos los niveles de la sociedad, tiene una posición privilegiada en el establecimiento del Reino de Dios.

3. Tareas de Grupo

  • Leer la parábola del hijo pródigo (Lc 15:11-32) y la parábola de las obejas y los cabros (Mt 25:31-46).
  • Describir la actitud y los sentimientos del padre del hijo pródigo y determinar qué enseñanzas podemos sacar de esta parábola.
  • Describir la idea central de la parábola de las obejas y los cabros y sacar conclusions prácticas para los individuos y para la sociedad.
  • Describir como la familia puede realizar concretamente las características de los ciudadanos del Reino. Dar ejemplos.

 

II. La Fe

1. Introducción.

"El justo vivirá de su fe", les recuerda San Pablo a los Romanos (Rm 1:17), citando las palabras del profeta Habacuc (Hab 2:4). En los evangelios también encontramos muchos relatos en que Jesús cura a los enfermos de sus dolencias, pero no les dice que él los ha curado o que Dios los ha curado, sino más bien que su fe los ha salvado. O bien les dice: "que les suceda según su fe", y quedan curados.

Hay que notar que en las narraciones de estas curaciones, los autores del Nuevo Testamento usan la misma palabra griega (sozo) que significa "salvar" para indicar "curar". Algo nuevo y de gran poder está en acción en estos relatos.

Es obvio que la fe tiene un rol central en el mensaje de Jesús y tiene un poder que sobrepasa todo lo que humanamente se puede esperar, hasta el punto que él puede decir que si sus oyentes tuvieran una fe no más grande que un grano de mostaza, "nada les sería imposible" y podrían decirle a una montaña "pásate para allá" y la montaña se pasaría.

2. Reflexión y Bases Bíblicas.

a) La fe de Abram.

¿Qué es, pues, esta fe que salva y cura, que mueve montañas y da vida?

El Antiguo y el Nuevo Testamento llaman al patriarca Abram el padre de todos los creyentes, en el sentido que él se hace modelo del creyente por su respuesta a Dios.

¿Cómo responde Abram a Dios?

En el libro del Génesis, el Señor Dios invita a Abram a dejar su tierra y la casa de su familia en Harán para ir a una tierra nueva que el Señor le ofrecía. Sin demora, Abram deja su tierra y se traslada a la tierra de Canán donde el Señor le había prometido darle una gran familia y hacerlo padre de una gran nación (Gn 12:1-4).

Y cuando el Señor le anuncia que va a tener un hijo, a pesar de que su esposa Sara fuese estéril y que Abram fuese ya muy anciano, Abram le creyó al Señor, confió en su promesa, y por éso el Señor lo consideró justo (Gn 15:1-6).

Finalmente, cuando el Señor le pide a Abram que sacrifique a su hijo Isac, de quien dependía el cumplimiento de la promesa pues era su único hijo, Abram se prepara para el sacrificio, pero el ángel del Señor lo detiene y el Señor bendice a Abram y renueva su promesa porque no le había negado ni aún su único hijo (Gn 22:1-19).

La actitud fundamental de Abram, la cual lo identifica como el prototipo del creyente, es su total confianza en Dios y en la promesa divina. Abram, como creyente, sabe que Dios es fiel, que mantendrá su promesa aunque tenga que resucitar a los muertos para cumplirla.

b) La fe de Jesús.

Es también la actitud de Jesús. La noche precedente a su crucifixión, cuando se retira a hacer oración en el Getsemaní y cae por tierra en agonía por lo que le espera, él pide a su Padre que, si fuera posible, él no tuviese que beber la amarga copa que le tocaba, pero, sin embargo, se abandona al plan divino y somete su voluntad a la voluntad del Padre: "No sea como yo quiero, sino como tu quieres" (Mt 26:38-39). Jesús se enfrenta con la muerte, y muerte de cruz, sabiendo que su Padre es fiel y por éso el plan de salvación se llevará a cabo aunque Dios tenga que resucitar a los muertos.

Y cuando él es tentado en el desierto de aceptar los halagos del poder y de la gloria como un mesías triunfador en vez del siervo fiel en el sufrimiento, en vez del Mesías anunciado por los profetas (Is 53:1-12), Jesús se somete al plan de su Padre (Mt 4:1-11).

La Carta a los Filipenses incluye un himno de las primeras generaciones de cristianos que exalta la actitud de Cristo como el siervo fiel: "Bien que fuese igual a Dios, no consideró su igualdad con Dios como algo a que aferrarse, sino que se despojó de todo, asumiendo la condición de siervo…haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte en la cruz" (Flp 2:5-8).

Así pues, la fe que salva, la fe que cura, la fe que da vida es como la fe de Abrán y como la fe de Jesús: Total confianza en Dios y en sus promesas. La palabra griega con que el Nuevo Testamento expresa el concepto de fé (pistis) no significa creer en algo, o aceptar una doctrina, sino confiar en alguien.

¿En quién vamos a confiar?

c) Nuestra fe.

En Dios, por supuesto, pero "ninguno conoce al Padre, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo quiera revelárselo" (Mt 11:27). En efecto, encontrándonos con el Hijo nos encontramos con el Padre. Por éso, cuando el apóstol Felipe le pide a Jesús que le muestre al Padre, Jesús responde: "¿Tanto tiempo he estado con ustedes, Felipe, y todavía no me has conocido? Quien me ve a mi, ve al Padre" (Jn 14:9). "En él reside corporalmente la plenitud de la divinidad", afirma la Carta a los Colosenses (Col 2:9). La fe que salva es la total confianza en Cristo Jesús, por medio del cual Dios se revela a nosotros y en el cual Dios cumple su promesa de salvación. Como dice San Juán, todo el que cree que Jesús es el Cristo (el Mesías), ha nacido de Dios"(1 Jn 5:1).

Pero "¿cómo van a creer en alguien de quien no han oído hablar, y como van oir si nadie se los anuncia?" nos recuerda San Pablo en su Carta a los Romanos (10:14). La fe comienza con el escuchar el anuncio de la buena nueva de la salvación en Jesús, el Cristo, el Mesías. La fe comienza con el anuncio de una buena nueva, de una gran alegría.

El Papa Francisco escribe en su reciente exhortación apostólica que "la alegría del evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son librados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento."

d) La evangelización empieza en la familia.

El anuncio de esa gran alegría debe empezar lo más pronto posible en la vida de cada persona; debe empezar en casa, en familia, con papá y mamá, con los tíos y las abuelas, con las vecinas y con los primos. Cuando los padres de familia llevan a sus niños a ser bautizados, se comprometen, junto con los padrinos, a ser los primeros evangelizadores, los primeros heraldos de la buena noticia que hemos sido salvados por Jesús, que "el manuscrito con decretos de condena que existía contra nosotros ha sido cancelado y clavado en la cruz" (Col 2:14).

Pero la salvación en Jesús no es solamente el perdón de los pecados, sino una vida nueva, ya no motivada y guiada por nuestros impulsos egoístas, sino por la fuerza del Espíritu de Dios, que nos ha sido dado por medio del Hijo de Dios. Pues, en cierto modo, Dios mismo es como una familia. Así es como el Hijo nos revela al Padre y nos comunica el Espíritu Santo que procede de ambos, haciéndonos formar parte de la familia de Dios. Nuestra familia es como una extensión de la familia de Dios.

Por éso nuestras obras ya son los frutos del Espíritu y no el resultado de nuestra humanidad decaída. Es verdad que Dios nos amó y nos redimió por medio de su Hijo cuando todavía éramos pecadores y cuando todavía estábamos alejados de Él, pero ahora ya hemos recibido su Espíritu que es el Espíritu de Adopción (Rm 8:15), que nos hace hijas e hijos suyos y "renueva nuestros corazones mientras nos capacita y nos llama a hacer buenas obras" (Declaración Conjunta sobre la Doctrina de la Justificación por la Federación Mundial Luterana y la Iglesia Católica, §15).

Es en el ceno de la familia que, desde temprana edad, el niño y la niña se ejercita en las buenas obras, en las obras del Espíritu bajo la guía de sus padres y parientes, mientras cultiva la relación con el Señor Jesús, siguiendo el ejemplo de sus mayores. ¿Cuántos de nosotros no recuerdan a una abuelita, a un tío, a una suegra que con gran simplicidad se confiaba completamente en el Señor y podía ver la mano bondadosa de Dios en todos los eventos de la vida? Éstas eran las personas en nuestras vidas que estaban dispuestas a dar su último centavo para ayudar a los demás, como la viuda del evangelio que deposita su última monedita en el tesoro del templo.

3. Tareas de Grupo.

  • Leer el himno cristológico de la Carta a los Filipenses (2:5-11).
  • Describir la actitud de Cristo en el himno.
  • Leer el texto mesiánico de Isaías (53:1-12).
  • Describir como se aplica a Cristo.

 

III. El Amor.

1. Introducción.

"En ésto está el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y mandó a su Hijo como expiación por nuestros pecados", dice San Juan (1 Jn 4:1), y afirma que "Dios es amor y el que vive en el amor, vive en Dios y Dios en él." (1 Jn 4:16).

Lo que San Juán está diciendo es que la salvación, la entrada en el Reino de Dios, nuestra total reconciliación con Dios no empieza con algo que nosotros hemos hecho, sino con la acción benevolente y amorosa de Dios hacia nosotros. Él nos amó primero. Cuando todavía estábamos en nuestros pecados, Él nos amó y nos dió a su Hijo para que nos curare y para que nos salvara, porque "tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que todos los que crean en Él no perezcan y tengan vida eterna" (Jn 3:16).

II. Reflexiones y Bases Bíblicas.

a) El amor de Dios revelado.

El amor de Dios se revela en Jesús, quien, a su vez, nos amó hasta la muerte y quizo compartir con nosotros todo lo que es suyo. En efecto, Jesús dice a sus apóstoles "Mi mandamiento es que se amen unos a otros como yo los he amado. Ninguno tiene un amor más grande que aquel que da su vida por sus amigos" (Jn 15:13), como reconoce también San Pablo en su Carta a los Gálatas: "La vida que ahora vivo en mi cuerpo, la vivo con fe en el Hijo de Dios que me amó y se entregó por mi" (Gl 2:20).

El amor que Dios nos muestra es un amor que se dona gratuitamente, sin haberlo merecido, un amor que comparte generosamente, que toma la iniciativa, que se da sin condiciones, que es desproporcionado. Sólo Dios mismo nos puede capacitar para responder a su amor y lo hace dándonos el Espíritu Santo.

b) La respuesta al amor de Dios.

La respuesta al amor de Dios es una experiencia de unión con Él porque es una respuesta bajo el poder de su Espíritu. Es el Espíritu el que nos habilita a clamar hacia Dios como "papá" (traducción del arameo "abba"), y es el Espíritu mismo el que da testimonio a nuestro espíritu que somos hijos de Dios (Rm 8:15-16).

En otras palabras, la respuesta al amor de Dios es una respuesta filial, una respuesta de hijos e hijas, como la respuesta de Jesús a su Padre. Jesús mismo nos enseña a llamarlo "padre nuestro", porque somos todos sus hijos, miembros de un Reino en el que Dios es el Rey y el Padre de una familia nueva.

No podríamos actuar como hijos de Dios si no fuera por el poder del Espíritu. El Espíritu nos imparte sus dones en abundancia para que los gocemos en nuestra vida y para que los compartamos con los demás: amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre y fuerza de voluntad (Gl 5:22-23). Lo que viene de nuestra humanidad decaída es opuesto a los dones del Espíritu e indigno de la paternidad divina, como las enemistades, la hechicería, la inmoralidad, la envidia, las borracheras y los enojos (Gl 5:19-21).

Por sus frutos reconoceremos a los que viven en el amor de Dios y bajo el poder del Espíritu Santo y los distinguiremos de los que viven según la humanidad decaída, una humanidad incapaz de responder al amor de Dios por sí sola.

c) La familia tiene la misión de mostrar el amor de Dios.

Le corresponde a la familia exponer a sus miembros, niños y adultos, al poder del Espíritu Santo en los sacramentos y en la oración. La vida del cristiano que vive en el amor de Dios es una vida de unión, de encuentro con Dios, y de solidaridad y compasión para los demás. Podemos decir que la vida del cristiano que vive en el amor de Dios es la vida del místico, como se le entiende en la tradición de la Iglesia. Lo esencial de la experiencia mística es la unión con Dios, no los aspectos extraordinarios que a veces pueden acompañarla. La familia es el espacio en que esa unión se verifica y se fortalece.

Le corresponde también a la familia discernir si la conducta de sus miembros refleja los frutos del Espíritu o los frutos de la humanidad decaída y de guiarlos a todos en la condición de discípulos de Jesús y en el descubrimiento del poder de Dios en todos nosotros. El Reino de los Cielos está siempre a nuestro alcance y Dios nos está esperando ansiosamente como el padre de la parábola del hijo pródigo.

En la historia de la humanidad encontramos ejemplos innumerables del poder del amor de Dios realizado en la bondad y aún en el heroísmo de sus hijos, pero hay un lugar privilegiado en que ese amor incondicional y emprendedor se refleja día a día: La familia. El amor recíproco de la pareja, la intimidad y la fuerza de ese amor, y el amor de los padres por los hijos son expresión constante del amor divino que todos pueden ver, sobre todo los niños que aprenden por analogía lo que es la paternidad divina y cual es la respuesta apropiada como hijos e hijas.

Es también en la familia donde todos podemos aprender, desde muy temprana edad, como ejecutar las obras que son agradables a Dios y que Jesús recibe personalmente: "tuve hambre y ustedes me dieron de comer, estuve sediento y ustedes me dieron de beber, fuí forastero y ustedes me acogieron…" (Mt 25:35).

d) La sociedad entera debe reflejar el amor de Dios.

Pero la familia no es una entidad aislada, sino una realidad fuertemente vinculada al resto de la sociedad, pues es la unidad constituyente fundamental de esa sociedad. Las obras de solidaridad y compasión que son agradables a Dios no son sólo actos privados, individuales. Al contrario, el imperativo de la solidaridad con todos, principalmente con los más desvalidos y necesitados, se extiende a todas nuestras actividades dentro de la familia y como miembros de la sociedad local y global.

Ese imperativo que deriva del amor de Dios debe llevarnos, como individuos y como familias, a crear una sociedad justa, que respete el valor incalculable de cada persona y les permita a todos satisfacer sus necesidades y tener la oportunidad de alcanzar sus legítimos anhelos. Según las enseñanzas de la parábola del buen samaritano, nuestro prójimo no es solo el que nos está cerca, el que nos conoce y nos ama, sino también toda persona o grupo que nos necesite, nuestros conciudadanos como también la sociedad global.

No podemos ser compasivos con un pariente, con un amigo, o con un miembro de nuestra parroquia o comunidad, y al mismo tiempo desinteresarnos de los millones de desempleados, de los que sufren hambre, de los niños desnutridos, de los 2 millones de prisioneros en Estados Unidos, de las víctimas del narcotráfico en America Latina, del tráfico humano en todo el mundo, de las regiones que no tienen agua potable, de la violencia en el Medio Oriente, de las víctimas del racismo, de las mujeres y niños maltratados, de la destrucción del medio ambiente y de tantas otras situaciones que no se pueden resolver con actos individuales de solidaridad y compasión.

Esas situaciones requiren soluciones a nivel regional, nacional y aún global; requieren un nuevo tipo de sociedad, cambios económicos y socials que van más allá del individuo y del núcleo familiar. El amor de Dios que vive en nosotros por el Espíritu Santo nos impulsa a intervenir en la sociedad que nos rodea por todos los medios legítimos a nuestro alcance, principalmente por medio de los procesos democráticos dondequiera que existan, por medio las asociaciones sin fines de lucro, por medio de los sindicatos laborales y por medio de la Iglesia misma con sus enormes recursos globales, incluyendo las 221,740 parroquias que tiene en todo el mundo, de las cuales 17,483 en Estados Unidos (Center for the Applied Research in the Apostolate - CARA, Georgetown University).

Muy frecuentemente, la orientación política y económica de las personas se adquiere en el hogar. Desafortunadamente, a veces las familias mismas son fuerzas de presión sobre sus miembros para lograr objetivos económicos sin ninguna dimensión altruista y sin ninguna responsabilidad por su impacto en los demás y en el ambiente. En cambio, la familia cristiana que refleja las exigencias del Reino de Dios tiene la misión de inculcar una visión de la vida que esté en consonancia con la condición de hijos e hijas de Dios, del Dios que salva gratuitamente y que tiene compasión por todos.

3. Tareas de Grupo.

  • Leer el cuarto capítulo de la Primera Carta de San Juán.
  • Resumir las enseñanzas de ese texto.
  • Leer Gálatas 5:13-24.
  • Resumir las enseñanzas del texto.
  • ¿Qué cambios en la sociedad y en la economía podrían mejorar algunos de los problems mencionados arriba?

 

IV. El Sufrimiento.

1. Introducción.

"Nosotros nos gloriamos en nuestros sufrimientos porque sabemos que los sufrimientos producen perseverancia, y la perseverancia produce un caracter probado, y el caracter produce esperanza, y la esperanza no defrauda porque le amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo" (Rm 5:3-5). Ésta es la lógica cristiana según el Apostol San Pablo.

En cambio, todos los dias se oye a la gente decir en nuestra sociedad que ellos se sienten "benditos" ("blessed"), porque tienen un buen trabajo, o porque tienen buena salud, o porque Dios les ha dado hijos buenos, o porque viven en este país con grandes oportunidades. Por supuesto que todo lo que es bueno es un don de Dios, pero nadie pregunta: ¿Y qué, acaso son malditos aquellos que no tienen estos bienes? El niño que no tiene suficientes alimentos y vive y muere desnutrido, ¿es él acaso maldito por Dios? La joven mujer que es violada cuando viaja en La Bestia (el tren a través de Mexico) en busca de una mejor vida para sus niños en El Norte ¿es ella maldita también? Y el padre de familia que muere en el desierto de Arizona tratando de llegar a las fuentes de trabajo en este país ¿es también él maldito?

Es obvio que tenemos un problema de gran portada en nuestra cultura. Es fácil gloriarse de las cosas buenas que recibimos, pero no parecemos saber que hacer con las cosas tristes o aún trágicas de la vida.

2. Reflexiones y Bases Bíblicas.

a) El pecado, el dolor y la muerte.

La cuestión del sufrimiento y de la muerte como culminación de la tragedia humana ha estado con nosotros desde siempre. Desde el primer libro de la Biblia, en el Génesis, se pone el interrogante del dolor y de la muerte. El relato del pecado de Adán y Eva propone la conclusión que algo terrible debe haber sucedido entre la humanidad y su creador para que el sufrimiento y la muerte entraran en la vida humana hasta el punto que las tareas características del hombre y de la mujer, es decir, el trabajo para el sustento y el dar a luz, fuesen vistos como consecuencia de esa ruptura entre la humanidad y Dios.

El Libro de Job ofrece una perspectiva que, en últimas palabras, afirma la incomprensibilidad del sufrimiento en base a la imposibilidad de penetrar el plan divino, pues la gradeza de Dios y su inescrutable sabiduría no están al alcance del ser humano (Job 33;12). El libro concluye con un largo poema que afirma la grandeza de Dios frente a la insignificancia de su siervo Job, pero el reconocimiento de esa discrepancia de parte de Job lo lleva hacia la misericordia divina que cura y reconstruye (Job 33:12 - 43:16).

b) La liberación en Cristo.

En el Nuevo Testamento, en cambio, es Dios mismo, por medio de su Hijo, el que asume las cargas de la humanidad. Por éso San Pablo dice: "Dios nos muestra su amor en que, cuando todavía éramos pecadores, Cristo murió por nosotros". Como dijimos anteriormente, el enviado de Dios, el Mesías, no es el príncipe triunfador como muchos se lo imaginaban en su tiempo, sino el Mesías anunciado por los profetas, el "hombre de dolores" por cuyas llagas hemos sido sanados. (Is 53:3-5).

En las palabras de Jesús, no son los que gozan en la abundancia los que son benditos. En efecto, él llama "bienaventurados" (felices, afortunados) a los pobres, a los que tienen hambre, a los que lloran, a los despreciados y perseguidos (Lc 6:20-23), mientras se compadece de los que tienen todo porque ellos "ya han recibido su consuelo" (Lc 6:24).

¿Deberíamos concluir entonces que tendremos que esperar el final de los tiempos para vencer el dolor y la muerte? No. Durante su ministerio en Palestina, Jesús aliviaba los dolores de la gente que encontraba en su camino, les curaba las enfermedades, los liberaba del poder del mal, perdonaba sus pecados y hasta resucitaba a sus muertos. El envió a sus discípulos a hacer lo mismo e invitó a todos a través de los tiempos a que se auxilien unos atros para hacer las cargas de todos más llevaderas. Por éso quiere que demos de comer al hambriento y demos de beber a sediento y vistamos al que no tiene ropa y visitemos al enfermo y al encarcelado. El Reino de los Cielos empieza aquí y ahora y nos toca a nosotros actualizarlo.

c) La lógica del evangelio.

¿Pero donde vamos a aprender esta lógica tan diferente de la lógica humana? ¿En las escuelas? ¿En el catecismo? Quizás en el catecismo, pero el catecismo normalmente se limita a los estudiantes de escuela primaria. Además, ¿Podrían un par de horas de catecismo por semana contrarrestar las enseñanzas, implícitas o explícitas, recibidas dentro de la familia? Si la familia no vive y transmite la lógica del evangelio, poco podrá el catecismo o la escuela católica.

Pero ¿se atreverán los padres a enseñarles a sus hijos que hay bienaventuranza en la pobreza, que a los pobres les pertenece al Reino de Dios? ¿Cómo van a reconciliar esa enseñanza con las expectativas de avance económico y social en una carrera prestigiosa?

Dos mensajes evangélicos ayudan a resolver este dilema. El primero es la parábola de los talentos. Esa parábola nos enseña que los talentos (los recursos, las capacidades) que hemos recibido non se pueden desperdiciar. Se tienen que utlizar y desarrollar para producir mucho fruto. El aspecto clave está en la expectativa presentada en la parábola que el que reciba el talento debe hacerlo producir. ¿Producir para quién? Y éste es el segundo mensaje: Para el que lo necesite. Ése es un aspecto central del mensaje evangélico. Ésa es la demanda en la parábola del buen samaritano, quien usa sus recursos para ocuparse del herido desconocido que encuentra en su camino. Es también la demanda en el encuentro de Jesús con el joven rico: "Si quieres ser perfecto, ve y vende lo que tienes y dáselo a los pobres"(Mt 19:21). La propuesta del Señor al joven rico era que fuese desprendido de todo lo que tenía, que estuviese dispuesto a dar todo si alguien lo necesitaba.

Este segundo mensaje se descubre también en la versión de las bienaventuranzas en el evangelio de San Matéo. Mientras San Lucas dice: "Bienaventurados ustedes los pobres, porque de ustedes es el Reino de los Cielos" (Lc 6;20), San Matéo afirma: "Bienaventurados los pobres de espíritu" (Mt 5:3), es decir los que son como los pobres, los que tienen la actitud de los pobres, los que no dependen de sus riquezas sino de la benevolencia de Dios, como los pobres. Por éso pueden desprenderse de todo lo que sea necesario pues saben que todo lo que tienen es un don de Dios y deben usarlo según la voluntad de Dios. Los que no pueden hacerlo se encuentran en la categoría a la que Jesús se refiere cuando dice: "El que es rico con dificultad entrará en el Reino de los Cielos. Y de nuevo les digo que es más fácil para un camello pasar por el ojo de una aguja que para el rico entrar en el Reino de Dios" (Mt 19:23-24).

Y no se trata solamente de dar limosna a los necesitados o de donar para obras caritativas. Implica una forma de vida en que los miembros del Reino de Dios contribuyen a construir una sociedad justa donde todos tengan lo necesario para una vida digna y productiva. Inculcar esta forma de vida es el trabajo de la familia. Las expectativas por una carrera deben estar asociadas con la expectativa que los hijos e hijas serán miembros activos del Reino de Dios y se comportarán como ciudadanos de ese Reino (ver § I.2).

3. Tareas de Grupo.

  • Leer las bienaventuranzas en el evangelio de San Lucas (6:20-23).
  • Invitar a los participantes a expresar sus opiniones sobre este texto.
  • Leer el relato del encuentro de Jesús con el joven rico (Mt 19:16-30).
  • Qué enseñanza podemos sacar de este texto.
  • Describir las condiciones socio-económicas de nuestro país que no están de acuerdo con la enseñanza evangélica.

 

V. La Gloria de los Hijos de Dios.

1. Introducción.

"Lo que ningún ojo ha visto, lo que ningún oído ha oído, lo que ni siquiera ha entrado en el corazón del hombre, éso es lo que Dios ha preparado para los que lo aman" (1 Co 2:9). Por revelación sabemos que el mundo en que vivimos no es la última realidad, sino que Dios creará un cielo nuevo y una tierra nueva (Is 65:17) de los que nosotros gozaremos en la casa del Padre. Pero esa nueva realidad nos es incomprensible en nuestra condición actual ("Ni siquiera ha entrado en el corazón del hombre").

Es verdad que el hombre "se resiste a aceptar la perspectiva de la ruina total" como dice la Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el Mundo Actual (Gaudium et Spes, §18), refiriéndose a la muerte, pero esa resistencia es sólo como una "semilla de eternidad" y la humanidad necesita la confirmación de la revelación para alcanzar la esperanza en algo que no puede concebir. Por éso, continúa la Constitución Pastoral, "la Iglesia, aleccionada por la revelación divina, afirma que el hombre ha sido creado por Dios para un destino feliz situado más allá de las fronteras de la miseria terrestre" (GS §18).

2. Reflexiones y Bases Bíblicas.

a) El Reino de Dios culmina en la eternidad.

En el Padre Nuestro, Jesús nos enseña a pedir que el Reino de Dios venga a nosotros y que su voluntad, que es benevolente y amorosa, se realice en nuestro mundo como se realiza en el cielo. Lo que pedimos es que el Reino de Dios empiece ahora mismo, en la realidad en que vivimos (ver también § I, 2 y § IV, 2).

Pero tenemos que enfrentarnos con la realidad de la muerte. Si el Reino de Dios se realizara solo en este mundo, no respondería al anhelo humano que "se resiste a aceptar la perspectiva de la ruina total". El Reino de Dios, que empieza en este mundo, se proyecta hacia la eternidad y hacia la plenitud de la bondad, de la belleza y de la alegría de Dios, lo que San Pablo llama la "gloria" de los hijos de Dios.

Para San Pablo, la creación entera participa de esa semilla de eternidad de que habla el Concilio Vaticano II, pues "la creación misma va a ser liberada de su esclavitud a la corrupción para la libertad de la gloria de los hijos de Dios" (Rm 8:21). La condición de los hijos de Dios será una de libertad, libertad del pecado, de la corrupción y de la muerte. Y así como el pecado sometió no sólo al hombre sino a la creación entera a la esclavitud, así también la liberación de la humanidad incluye la liberación de la creación; "un cielo nuevo y una tierra nueva".

b) La Resurrección.

Los vivos y los muertos están llamados a participar en esta gloria por medio de una transformación que ahora no podemos entender, pero San Pablo nos asegura que "no todos moriremos pero todos seremos transformados…los muertos se alzarán incorruptibles y nosotros seremos transformados" (1 Co 15:51-52).

Los cristianos de la primera generación, que esperaban el retorno inminente de Cristo, estaban desalentados al ver que sus seres queridos empezaban a morir y el Señor no regresaba. San Pablo los consuela con estas palabras: "No queremos que ustedes, hermanos, sean ignorantes en lo que se refiere a aquellos que están muriendo para que no sufran como los que no tienen esperanza, porque si creemos que Jesús murió y resucitó, así también Dios traerá con él a aquellos que han muerto en él"(1 Ts 4:13-14). Pero los muertos--como también los que aún vivan--regresarán transformados, despojados de su cuerpo mortal y corruptible y revestidos de un cuerpo espiritual e incorruptible (1 Co 15:42).

c) El encuentro con Cristo resucitado.

En otras palabras, nuestra esperanza de vida eterna surge del encuentro con Cristo resucitado en los sacramentos, en la oración y en el testimonio de los apóstoles que llega a nosotros a través de los tiempos por medio de la Iglesia. El argumento que presenta San Pablo en su Carta a los Romanos es que si Cristo no resucitó, entonces nosotros todavía estamos en nuestros pecados y somos esclavos de la muerte. Pero el testimonio de los apóstoles es que, después de haber presenciado la captura y ejecución de Jesús por los soldados de Roma, lo encontraron de nuevo, vivo y transformado, y que lo tocaron y comieron con él. En efecto, el relato de San Juán de la tercera aparición después de la crucifixión, muestra a Jesús resucitado preparando el desayuno para sus amigos a la orilla del Mar de Galilea (Jn 21:1-13).

Pero la transformación de la creación y de la humanidad no es solo para el gozo individual de cada uno, sino como culminación del Reino de Dios en que todos juntos gozaremos de la condición de hijos de Dios, cuando Cristo entregue el Reino al Padre, después de haber destruido toda otra autoridad y poder (1Co 15:24).

d) El amor compartido en la familia refleja la gloriosa familia de Dios.

Esa gloriosa familia de Dios en que ponemos nuestra esperanza se refleja ya en el amor compartido de nuestra familia humana en que el Reino de Dios se realiza aún en la oscuridad de la condición humana, con todas sus limitaciones y sus contradicciones. El vínculo que sostiene a nuestra familia terrenal es el mismo vínculo de amor que sostiene al universo entero, pues, como dice San Juan, Dios es amor (1 Jn 4:16). El Reino de Dios es la vida en el amor y nuestras familias dan testimonio de esa realidad mientras esperamos la manifestación final de la gloria de los hijos de Dios.

3. Tareas de Grupo.

  • Leer Romanos 8:11-19.
  • Hacer un resumen de las enseñanzas de ese texto.
  • ¿Cómo se puede inculcar esta esperanza en nuestras familias? Dar ejemplos.
  • Leer 1 Corintios 15:12-26
  • ¿Cual es el mensaje central de este texto?
  • ¿Cómo se puede hablar de la resurrección a nuestros niños?

What happened to Europe?

Do you remember Esperanto? Those of you in your 20s and 30s will have never heard of it. On my recent trip to 5 Central European countries I kept thinking about it. When the world started to come together with the expansion of domestic and international travel, someone whose name I no longer remember, proposed the creation of a universal language that we would all learn and we would use to communicate across borders and cultures. It seemed like a reversal of the Tower of Babel at the time. Well, it didn't work. It was a contrived mélange of mostly western European languages that didn't please anyone. For a brief moment I also tried to learn it but I was soon turned off by its artificial flavor.

In antiquity, the world—the lands known to the Europeans at the time—had experienced the benefits of a universal language: Koiné Greek. At least, it was the language of the peoples living in the Mediterranean basin for about 4 centuries, a time evenly distributed around the beginning of the Current Era, the one we used to call “Christian Era”. It is not by chance that the New Testament arrived to us in Koiné Greek. A tip: If you want to bypass some of the charlatans' ruminations about the New Testament, learn Koiné Greek. It will take you a couple of years but it is worthwhile.

Getting back to my trip: for the time being, we don't need Esperanto at all. I took an escorted tour this time because I was intimidated by all those impossible languages of the old Eastern European countries (mostly Slavic ones). I would have been much better off doing it on my own. By necessity or by choice, English is enough, for now (Mandarin may be waiting in the wings). Shopkeepers, waiters, chambermaids and even ordinary people on the street—mostly young ones—will respond to you in English or will address you in English as soon as you are recognized as a foreigner. Furthermore, many people I encountered spoke also other Western European languages, such as Spanish or Italian. No surprise. It would seem in fact that half of Southern Europe was vacationing north of the Alps and they all had Euros. Even the French were there in force.

But it is not just the language. Central Europeans have even changed their name to be more clearly part of the modern world (let's call it just that for now). They don't want to be identified with the failed communist societies of the mid-twentieth century. They don't want to be called Eastern Europe, but rather Central Europe. They have erased as much as possible the icons of the passed era, and not just the statues, the monuments and the symbols of soviet dominance, but also the public behavior, the appearance of their buildings, the colors of their cities. Even the sad cinder-block tenements that they contemptuously called “Stalin Baroque” are discreetly disappearing under coats of fresh paint. Gray soviet buildings are turning Maria-Theresia's canary yellow (Marie Antoinette's mother loved bright yellow when she was the Empress).

More intangibly but not less significant, they have joined the European Union and prepare themselves for the adoption of the Euro, although that may not turn out to be such a good idea, given the state of the Euro these days. It was almost emotional to pass the borders between what used to be the soviet block and the west. The walls and fences have disappeared but the checkpoints are still there, abandoned, a tacit reminder of the folly of their recent past. It is Europe at its best: the vibrant life of Warsaw, the beauty of Krakow, the majesty of Budapest, the elegance of Vienna, the medieval charm of Prague.

And of course, there is Germany. Clean, precise, modern and ancient at the same time, economically powerful and socially restless, moving forward to a prosperous future and still quietly carrying a difficult past. Personally, I made peace with it this time. I did not have very good memories of my two summers in Munich when I was in my twenties, but this time I liked it, maybe not so much because Germany has changed, but rather because I have changed. I am now seeing it through the filter of 35+ years in a predominantly Anglo-Saxon country that I love. I already started relearning German. I will relearn the language and I will include Germany in my trips.

A few final remarks that I hope will not offend any of you. The expressions of religion that I witnessed during my trip left me somewhat confused. We all know that only a very small percentage of European Catholics attend church these days. Many beautiful churches are more museums than places of prayer and worship, although they are eminently suited for it. On the other side, the people who were praying in those churches or attending Mass were acting more like my grandmother when she was my age than like me at 65. They are kissing statues, kneeling at the Communion rail, praying devoutly in front of ancient, beautiful images, lighting on candles and taking Communion on the tongue. Initially, I thought that this was just Poland's experience, but then I found the same behaviors in the rest of the countries, including Austria. I am not sure about Germany. Sunday Mass at Noon at the Frankfurt cathedral was in Polish, and the church was full of Poles of course. Not a word in German.

I don't know how to interpret this phenomenon. Could it be that the only practicing Catholics left in Central Europe are those set in a traditional mold? But then, how come that there are no confessors available in those churches? Are these people “cafeteria Catholics” who choose what to retain and what to discard? What is their every-day behavior like? Furthermore, a big question looms: what kind of religious experiences do the rest of the people have? Could it be that 90%+ of European Catholics have no religion and no faith? Should we be returning the favor and go to Europe to evangelize them as they did with us during the colonial era? My son’s future wife tried that for a while, in Italy, of all places. Or should we define new categories to understand the people of today (the “modern world” was it called during Vatican II) and to detect and rekindle the embers of faith that—I tend to believe—are still there, in most people? If any of you can shed some light on this issue, I would appreciate hearing from you.

I like hearing from you about anything, anyway. That is why I am sharing my thoughts with you, with the hope that you will share yours with me, through the Internet or otherwise.

The way it can be

The 16th century marks a turning point for Christian believers all over the world: the Church became divided between Protestants and Roman Catholics.

At the center of the doctrinal issues that led to this division we find our respective understandings of how we are put right with God, that is, how we attain “justification” or “righteousness” (dikaiosúne) (see below “It does not have to be this way”). In other words, separation occurred around the church’s doctrine concerning the undoing of whatever happened between God and us that let death in (see below “It was not meant to be this way”).

Paradoxically, this split is in direct opposition to the way that God chose to put us right with himself. “May they be brought to complete unity—asks Christ in his prayer for all believers—to let the world know that you sent me and have loved them as you have loved me” (John 17:23). Thus, because of our division, some may not get to know God’s love and will miss the opportunity to be reconciled with him.

But on October 31, 1999, nearly 10 years ago, the Lutheran World Federation and the Roman Catholic Church signed the “Joint Declaration on the Doctrine of Justification”. Although few know about this agreement, I will use its core confession to fast-forward my reflection from Abraham to Christ and to our present day.

“Together we confess: By grace alone, in faith in Christ's saving work and not because of any merit on our part, we are accepted by God and receive the Holy Spirit, who renews our hearts while equipping and calling us to good works.” (Joint Declaration, § 15). Nearly five centuries of dissention are being undone with this statement, which does not mean that we are about to reach the unity that Christ prayed for, but it certainly suggests a potential for the future that an unexpected catalyst may trigger, such as persecution and hardship.

If you read my posting of March 29, 2009, you will follow the path to the conclusion that the faith that saves is total trust in God’s word. For Abraham it was trust in the promise that he would become the father of a great nation although he did not have any children. The remaining question was: what is faith for us? The Lutheran and Catholic churches suggest that we are accepted by God and receive his Spirit by a gratuitous act of God (“by grace alone”) that leads us to faith in God’s Word, that is a Person, Jesus the Christ, who nailed our sins to the cross (“in faith in Christ’s saving work”).

In the fullness of time, God sent his own Son, born of a woman (Galatians 4:4). He is the Word that was from the beginning with God (John 1:1) and he came to his own, but they did not receive him, but to those who received him he gave the right to become children of God (John 1:12)

Once we are in the realm of God—literally his Kingdom—as his children and heirs of his promises, then we are capable, under the guidance and the power of his Spirit, to live in a way that is pleasant to him, producing good fruits (“equipping and calling us to good works”). These “fruits of the Spirit”, as St. Paul calls them in his letter to the Galatians (5:22), are love, joy, peace, patience, kindness, goodness, faithfulness, gentleness and self-control.

Let’s leave it at that for now. At another time we can explore further what the early Church wrote for us (New Testament) about our reconciliation with God. In the meantime, let’s pray that the Joint Declaration may lead to a better understanding and a greater unity among all believers as a living testimony of God’s love for humankind.

In Short

My posting of June 20 regarding how I read the Bible is too long. I apologize for it. I want to give you here a much shorter version.

I cannot read the Bible as though it had been written for American society in the 21st century because it wasn’t.

Taking the Bible literally—that is, the way it sounds today to modern Americans—is referred to as “biblical fundamentalism”. Instead, each biblical text is rooted in its historical and cultural context and it was written for an audience with specific needs and expectations and by authors with their own preferences and points of view.

Even the venerable Pontifical Biblical Commission, with Cardinal Ratzinger (today’s Pope Benedict XVI) at its head, agrees with me: not accepting the “historical” character of the Bible is the equivalent of rejecting the ultimate consequences of the “Incarnation” (the Son of God became one of us). I hadn’t thought of that initially, but it makes sense. God has truly spoken through man, in the context of our lives and history.

If we accept this principle, getting as close as possible to the original product—the initial rendition of the texts that arrived to us across the millennia—is a worthwhile endeavor. Consequently, I favor the reading of the original Greek version of the New Testament, as well as the original Hebrew version of the Old Testament with the so-called Septuagint, its Greek translation from the 2nd century BC, which is the one quoted in the New Testament.

Of course, it is not enough to read the texts in their original language. The historical character of the Bible demands that we use the scientific tools at our disposal to approximate the initial meaning and intent of each writing, as well as its possible resonance in the community to which it was addressed.

Once we have done all of this, we can ponder what we have discovered in our heart (Lk 2:19).

Every Word

Let’s make a pause for a moment. If you follow this blog, you will notice that I quote biblical texts to either ground or to clarify my reflections. It is only fair to explain how I read these texts and why I often provide the original expressions in Hebrew or in Greek.


Much is said about biblical interpretation in our society and, if we are attentive observers, we often see the reflection of very personal views—and political preferences—on the part of even those who assert the literal truthfulness of the Bible in “every word”.


Since I am not an exegete (= a professional scholar who systematically uses scientific and other tools to interpret ancient and recent texts), I will refer to others who, you would agree, have some credibility in this matter.


In 1948, long time before the much-decried Second Vatican Council, Pius XII, a Pope that few would consider “liberal” or even “progressive”, wrote that we ought to explain the original text which, having been written by the inspired author himself, has more authority and greater weight than any even the very best translation, whether ancient or modern (Divino Aflante Spiritu, 16). He goes on to say that the biblical scholars could be accused of “levity and sloth” if they did not study the original languages of the Bible, to which they must add a real skill in literary criticism of the same text.


To those who revert today to the latin traditions of the church and to the authority of the Council of Trent, the Pope says: “if the Tridentine Synod wished ‘that all should use as authentic’ the Vulgate Latin version, this, as all know, applies only to the Latin Church and to the public use of the same Scriptures; nor does it, doubtless, in any way diminish the authority and value of the original texts”. This is so, the Pope adds, because their authenticity is not “specified” by the Council primarily as “critical” but rather as “juridical”(Divino Aflante Spiritu, 21). In other words, it has to do with the discipline of the church, not with the dogma.


But there is more to it than returning to the original languages. In 1994, the current Pope, Benedict XVI, when he was still Joseph Cardinal Ratzinger, Prefect of the Congregation for the Doctrine of the Faith, signed the instruction issued by the Pontifical Biblical Commission regarding the Interpretation of the Bible in the Church. In that document, Cardinal Ratzinger addresses the ills of biblical fundamentalism and defines it as the belief that the Bible “should be read and interpreted literally in all its details”, denouncing this approach as “not biblical” because it rejects “any type of critical research”.


The Pontifical Commission and Cardinal Ratzinger bring this reasoning to its final conclusion: fundamentalism makes itself incapable of accepting “the full truth of the incarnation itself” by refusing to take into account the “historical character” of the biblical revelation.


There you have it. You will forgive me if I don’t rely on the way the biblical texts “sound” in English in the 21st century. Using the efforts of many, and my own, I will always try to understand what the sacred writers had in mind when they wrote what they wrote. And, to the best of my ability, I will try to put myself in the position of the audience that these writers were addressing. Frankly, you would be well advised to do the same. It might even be a good idea to take the same precautions with everything that we read and hear, be it from CNN or from FOX, or from this blog.


This said, I don’t read the Bible as any other book either. If it is historically conditioned and linguistically tied to the expressions of its time, as any book is, I take the Bible also as “inspired”, which is to say that beyond what the writers had in mind, I can ask what God wanted to say when these texts were written. At this point, we go from philology, history and critical analysis to that other dimension of ours by which we relate to our Creator.


I will not pretend to be a theologian any more than I am an exegete. Therefore, I will borrow the words of a more credible source, the Second Vatican Council: “In His goodness and wisdom God chose to reveal Himself and to make known to us the hidden purpose of His will” (Dei Verbum, Ch 1, § 2).


This “revelation” takes various forms along history but it finally comes to us through someone known as Jesus of Nazareth, who, being the Eternal Word, was sent to us so that “He might dwell among men and tell them of the innermost being of God” (Dei Verbum, Ch 1, § 4).


But this final revelation also happens in history and we know of him because we have received the testimony of his Apostles (those that he sent) who handed down to us what they had received so that this tradition may develop in the Church “for there is a growth in the understanding of the realities and the words which have been handed down” (Dei Verbum, Ch 2, § 8). And quoting the Gospel of St. Luke, the Council asserts that this happens “through the contemplation and study made by believers, who treasure these things in their hearts” (Lk 2, 19).


So, let’s treasure these things in our hearts.

It does not have to be this way

The authors of the Genesis don’t stop at the realization that something truly terrible must have happened between God and mankind, something so awful as to earn us death. In fact, the same book of Genesis opens a new chapter in our relationship with God: God himself is willing to restore his friendship with humanity, graciously and freely.

All we have to do, it seems, is to accept his gracious gift.

According to the biblical tradition about the patriarch Abraham, after he is invited to leave his land in today’s Iraq and to relocate to an unknown country, he is made a promise: "Look up at the heavens and count the stars—if indeed you can count them. So shall your offspring be." To this promise, Abraham responds with what in the Bible becomes the model of faith: “Abram believed the Lord, and he credited it to him as righteousness.” You may want to check Genesis 15:1-6.

Righteousness is a key word here. It is the English translation of the Hebrew word Zedaqah, that is also used in the New Testament (the writings of the early Christian church) in its Greek equivalent Dikaiosune. It means: “to be put right with God”, and it refers to the condition of someone who is acceptable to God.

In Genesis, Abraham is put right with God because he “believed the Lord”. Many centuries later, in his letter to the Romans, St. Paul would state that this was not said only for Abraham’s sake but also for our sake to whom faith will also be credited as righteousness (Romans 4:23-24).

So, the act of believing in the Lord—faith, that is—is crucial for all of us after we broke off with him. Believing, having faith in God, is, therefore, a key word too. It is the English translation of the Hebrew Haamin from Genesis and of the Greek Pisteuo, which recurs countless times in the New Testament, particularly in the same letter to the Romans (4:3). It means: “to think to be true” and “to place confidence in”, primarily when used with the preposition “in”.

What the book of Genesis and the letter to the Romans are saying is that we are put right with God when we place our confidence in what he says. For Abraham, it was God’s promise that he would become the father of a great nation, although Abraham, at the time, had no children and his wife was sterile. Do you know what it is for us?

It was not meant to be this way

In February of 1976, I met Therese. We were both working in a mental health center serving a culturally mixed, low-income population in Chicago. After some skirmishes and a few episodes of friendly rivalry, we discovered each other and started a relationship that would lead to 29 years of loving, learning and building as husband and wife.

Never did we doubt that we were meant for each other. Ours was really a match made in heaven. So was its undoing. Therese died during heart surgery in September of 2008, after having announced for over a year that she would not survive the surgery, no matter what assurances her doctors gave us.

She tried to prepare me for it, but there is no preparation for such an event. Even for a Christian, death is intolerable. I had to surrender to the same conclusion reached by the authors of the book of Genesis: it was not meant to be this way.

Something happened between God and mankind, something truly awful. I will leave it to the theologians to decide whether there was a time when we were not mortal. The fact is, we are mortal and this condition is intolerable. It could not have been initially intended.

I spent the last six months pealing off the onion of my faith to try to reach a solid core on which I can rely. Surprisingly, I found one. This is an onion with a core. And it is shared. That is why I started this blog. I want to share that core with you and I hope that others out there will want to share theirs with all of us, a little at a time.